“El camino de la montaña, como el de la vida, no se recorre con las piernas sino con el corazón.”
Andrés Nadal
Hablar con las montañas desde una cumbre, debe ser lo más parecido a hablar con los dioses. Hace poco tuve la increíble experiencia de subir al Mulhacén, el techo de la Península, en ascensión invernal. Y ya veis los momentos y paisajes, aparte de otros más trabajosos y muchos divertidos con el grupo formado, que pude disfrutar.
Llega un momento siempre que se hace montañismo, en el que uno debe enmudecer. Y no me refiero a que te falte el aire por el esfuerzo, sino a que empieza a establecerse un diálogo interior, una observación de lo que te rodea, del paisaje… Y uno se calla porque no hay nada que decir. Todo queda entre la naturaleza y nosotros. Esos momentos son pura magia, y sólo sentirlos justifican el esfuerzo, el frío o la incomodidad.
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Hablar con los dioses.
Porque puede que las montañas no sean divinidades, al menos en Occidente. Pero encaramado en una cumbre o risco, admirando la puesta de sol y sintiendo el viento rugir… Contemplando esas formas inmensas que tienen millones de años, que podrían borrarte del mapa con sólo desatar una tormenta, un deslizamiento de tierras, un aire huracanado.
Ahí uno siente que no es nada y que lo es todo a la vez. Ahí ya de nada vale el saldo de tu cuenta, ni el cargo que desempeñes. Ahí eres sólo lo que eres, y vales lo que vale cualquiera. Y aunque pequeño y mortal, la cuestión es que allí está uno, en pie, como un brizna frente a gigantes. Pero erguido y vivo, habiendo luchado por llegar y contemplando un espectáculo sólo reservado a los que se atreven a subir. Las montañas y el hombre se reconocen mutuamente y se saludan. Y ese instante, sin más, vale millones.
Porque nos enseña que a pesar de ser sólo lo que somos, valemos mucho más que todo lo que tenemos. Y aunque sólo seamos un instante en el tiempo, podemos llegar a hablar con los dioses.
Hablar con las montañas desde una cumbre, debe ser lo más parecido a hablar con los dioses
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