El País de los Toraja fue mi principal motivo para visitar Sulawesi. El mío y el de la mayoría de visitantes, atraídos por esa extraña cultura de la muerte y las alucinantes construcciones tradicionales.
Y no sólo no defrauda, sino que esta impresionante región de Indonesia merece por sí sola ser destino de viaje: montaña, jungla, arrozales, vida tradicional, folklore y un universo étnico único.
Durante mi viaje escribí las impresiones que os voy a compartir y que os pueden servir, no tanto para planificar un viaje allí, como para haceros sentir lo que es estar allí, lo que se ve y se respira... Y animaros quizás a conocer este remoto rincón del mundo.
El País de los #Toraja merece por sí mismo ser un destino de #viaje.
Diario de Viaje
Llueve sobre Tikala. Desde la terraza de John´s, el homestay donde nos alojamos, se oyen crepitar las gotas sobre las hojas de la jungla.
Miles de hojas de miles de árboles con nombres imposibles y desconocidos. Porque eso es la jungla, lo imposible y lo desconocido. Y las casi inexistentes figuras humanas que entran y salen camino de los arrozales o aldeas, se le antojan al viajero criaturas mitológicas. Habitantes de un mundo extraño, casi inexistente.
Ellos saben moverse, forman parte de esa naturaleza apabullante. El viajero los contempla como una aparición, inclina la cabeza musitando un "pagui" que no sabe si va a ser comprendido; y los ve alejarse de nuevo envueltos en su sarong y en la niebla de lo mágico.
El País de los Toraja (dicho "toraya") se esconde en las aldeas más altas,al pie de las montañas. El llano de Rantepao está ya casi perdido por el turismo y la falta de identidad que lo acompaña. Aldeas como Kete´Kesu o Lemo deshabitadas excepto para ceremonias, esperando el paso de turistas que den vida a los destartalados negocios de recuerdos.
Los tau tau descoloridos parecen doblemente siniestros, con sus harapos y sus inmensos ojos pintados, e inmensamente vacíos. Parece que ya no hubiera quien lleve ofrendas ni vaya a hablar con ellos. Y asomados a los balcones del acantilado, se enfrentan, por segunda vez, a una muerte. Y esta vez de forma definitiva, pues no hay otra muerte que el olvido.
El último reducto del País de los Toraja está en las montañas, y no hay otra forma de conocerlo que andando. Porque hay que mamar la tierra, la jungla y los arrozales. Hay que encontrar las sonrisas y los saludos de los aldeanos, descubrir los tongkonan (casas tradicionales) que aparecen casi como naves extraterrestres entre la vegetación.
Asombrarse con las gigantes palmeras y los altísimos macizos de bambú, los colores imposibles de algunas hojas y mariposas. En las aldeas altas aún se conserva la fuerza y la identidad; es más, se conservan las raíces que los unen con lugares de culto y círculos megalíticos prehistóricos, formando parte de un paisaje de una belleza atronadora.
Y ahí sí, en esas aldeas, las tumbas de los antepasados se convierten en lugares casi tabú para el viajero. Los nichos excavados en la roca gritan directamente en el idioma de lo sobrecogedor. La muerte no ha llegado a esos lugares, aún perduran las almas escondidas entre el inmenso cortado rocoso que produce miedo y respeto.
El árbol que sirve de enterramiento a los bebés se eleva retorcido entre lo tierno y lo espantoso. Es una ciudad de los muertos.
Siguiendo más allá del camino, el mundo de los vivos: Parinding, Batutumonga o Lokkomata. Nombres arcaicos llenos de vida y sonrisas, de curiosidad por el viajero. Las gentes son amables y cálidas con el caminante.
Y todos esos mundos coexistiendo convierten en un extraño tesoro, impresionante de conocer, al País de los Toraja.
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