El morbo del Benín del vudú se ha convertido en uno de los motores turísticos de este país africano. Y digo morbo porque imagino que como a mí, a muchos de los viajeros que lo visitan les puede esa curiosidad de ver in situ las ceremonias, los llamativos trajes de máscaras, los bailes convulsivos y los frenéticos tambores. Todo alimentado por un aura de brujería y magia, tirando a negra, que se ha fomentado en innumerables películas y series. El turista en busca de “a ver qué hay de cierto en todo esto”.
Como suele ocurrir la realidad supera la ficción, pero no en el sentido en que nos ha sido enseñada. El vodún, la religión originaria de esta zona de África que pasó a América como vudú a través de los esclavos, es algo mucho más rico y complejo, más asombroso y menos “peliculero” de lo que conocemos. Lo suficientemente complejo como para haber vuelto con muchas más preguntas que respuestas de mi viaje, pero dispuesto a compartir la información sobre lo que creo haber entendido.
Y algo tan complicado y que me impactó tanto, creo que la forma más honesta de abordarlo es desde mis propias vivencias y sensaciones. Este artículo es una mezcla de diario personal de viaje y de divulgación de lo aprendido, además de hacer un recorrido por los lugares más emblemáticos.
Para tener una visión tan cercana del vudú en Benín, tuve la suerte de acudir al viaje organizado por Quim Fábregas, excelente y reconocido fotógrafo español; y de Koffi, nuestro guía local quien no sólo profesa la religión animista, sino que tiene auténtica pasión por transmitir lo que conoce de estas prácticas. Porque como buen africano, sabe lo deformada que es la percepción que tenemos fuera de la realidad de estos países y siente que contar su verdad, desde su posición de nativo, es una forma de hacer justicia y de poner las cosas en su lugar.
Espero que os resulte interesante este viaje a través de palabras y fotografías, por una realidad que para un europeo es sencillamente abrumadora.
COMPRENDIENDO EL BENÍN DEL VUDÚ
La tierra roja de Benín.
Taneka Koko, abril de 2022.
Cuando vi el agua en el suelo, creí que estaba sangrando. Hilos rojizos se escurrían hacia el desagüe conforme me echaba cubetas de agua por la cabeza para enjuagarme.
Me exploré como pude en busca de alguna herida, acabando por pensar que se debía a los rascones que tenía por todas las piernas por las picaduras de los mosquitos. Salí desnudo y a medio secar para buscar en la mochila ropa limpia que ponerme.
Solté las cinchas de la parte superior y de repente vi manchas como de sangre en mis palmas y antebrazos. Ahí sí me asusté, pensando que realmente debía haberme hecho algo. Al soltar la mochila se volcó hacia mis piernas, dejando un rastro de color en las pantorrillas. Entonces lo entendí.
Era la tierra arcillosa de Benín, la había llevado pegada al cuerpo, al pelo, a la ropa y a la dichosa mochila. Todo se teñía de rojo sangre y eso reforzó la imagen que había tenido en Ouidah, en el festival de vudú: la tierra roja de Benín es un inmenso útero preñado del que surgen fuerzas y fetiches.
El vudú y lo inefable.
Y de repente me vi de nuevo transportado a esas ceremonias que tanto me habían impresionado. Volví a escuchar palpitante el estruendo de los tambores, los bailes llenos de fuerza que hacían brillar los cuerpos nerviosos de los danzantes como rayos.
Toda esa energía que podría iluminar aldeas enteras, que conectaba como descargas ojos, corazones y percusión… En busca de dioses y espíritus que yo no pude intuir. Sólo sentía la tremenda fuerza del deseo humano, y volvía a formularme la pregunta de siempre: ¿es el deseo de los dioses quien creó a los humanos, o el deseo de los humanos el que creó a los dioses?
Tampoco en Benín iba a encontrar respuesta, principalmente porque la explosiva fuerza del vudú habla principalmente de la profunda comunión de estos humanos con la tierra, en sentido literal. Una tierra que pare fuerzas y fetiches a medio camino entre lo terrenal y lo intangible.
Los grandes dioses creadores no son una materia para esta religión, no porque nieguen su existencia, sino porque los contemplan en un plano tan elevado que no pueden interactuar con los humanos.
Y el vudú, aunque espiritual como toda religión, tiene poco de ascético: está vinculado al mundo, a los elementos, a los hombres y la naturaleza. El vudú es sangre, sudor, carne, realidad, la belleza del parto y lo crudo de la muerte. Poderes destructivos y creadores, indisociables, que forman parte del mundo de los hombres.
Divinidades y espíritus invocados y domésticos a los que se llama con los tambores, que entran y salen de los cuerpos humanos, beben, fuman, se alimentan, necesitan sustento y atención. Muchos de ellos habitando en los fetiches como cuerpos físicos, que pueden ser un río, una piedra, una olla, un trozo de madera o de arcilla, o una máscara… La parte material no es lo relevante, es sólo un recipiente de algo mayor y poderoso.
Sobre los sacrificios
Estos fetiches se alimentan de vida, y vida es lo que se les ofrece en los sacrificios. No todas las ofrendas son en este sentido, también se dan alimentos, bebidas, hierbas que fumar, humo, plantas…
Todo don tiene un precio y según el tipo de deidad/espíritu y lo demandado, el precio a pagar es vida.
No se trata de matar por matar, la sangre no es lo valioso en sí, ni lo que los occidentales podríamos llamar crueldad. Es una relación causal: si el precio demanda vida, la vida se transmite por la sangre.
Y no es un precio fácil ni barato, para una familia no es cualquier cosa sacrificar un animal. Pero conseguir algo tiene su coste, el sentido de transacción es inevitable: dar para recibir. Cuanto más difícil de conseguir lo solicitado, mayor es el pago requerido.
¿Qué clase de dios viviría en una sartén?
Todas estas reflexiones eran obviamente “a toro pasado”, digeridas después de pasar 4 días viendo bailes de máscaras, asistiendo al festival vudú y a algunas ceremonias y escuchando las explicaciones de Koffi.
Sin embargo mi primer contacto con este mundo, del que no conocía nada, fue bastante decepcionante. Lo entendí como una visita turística, algo hecho con la intención de sacar dinero a los visitantes. Y esa es una percepción que es muy fácil tener precisamente porque aún no sabía nada, y confundía la naturalidad y cotidianeidad de la religión vudú con ausencia de espiritualidad.
En España (teniendo en cuenta que el catolicismo es la religión históricamente predominante), estamos acostumbrados a los grandes templos, a una idea de una divinidad todopoderosa. Lo sagrado es ostentoso y espectacular, ceremonioso y teatral, y está dirigido por sacerdotes. La relación personal con lo sagrado pasa por esos templos y esos sacerdotes.
En el vudú y en el animismo en general, lo sagrado y espiritual existe en todo, en cada gesto, cada intención, cada objeto. Para un occidental es ridículo pensar que una sartén o un jarro pueden ser objetos de poder, sagrados. ¿Qué clase de dios viviría en una tabla claveteada?
Pues los dioses y espíritus animistas lo hacen. Y hay que hacer un esfuerzo por verlo y entender que lo importante no es el símbolo físico sino la espiritualidad que alberga. Y que para el vudú, una olla de barro puede ser tan sagrada y venerada como la urna de San Pedro para un católico.
Para entender el animismo de Benín hay que estar dispuesto a lidiar con pensamientos y actitudes que chocan frontalmente con nuestra realidad.
No se trata de estar de acuerdo ni de creer, se trata de empatizar y comprender. Y todo eso me faltó en mi primer encuentro con el vudú.
PRIMEROS CONTACTOS CON EL VUDÚ.
El Templo de las Pitones de Ouidah.
El hecho de que el templo se anuncie con vibrantes colores y dibujos en los muros, facilitando números de teléfono y cobrando entrada, no ayuda a hacerse a la idea de que uno no entra en una atracción turística, sino a un sitio sagrado.
Una plaza con el piso de tierra en la que un gigante baobad sagrado aparece junto a coches aparcados a su lado, es la primera visión que se tiene. El recinto del templo está perimetrado por tapias que delimitan el bosque sagrado, varios altares al aire libre, un templo y la casa de las serpientes.
El santuario surge en el s. XVIII cuando un rey local, escondiéndose en un bosque de guerreros enemigos, vio como de la tierra comenzaban a salir pitones que lo defendieron y asustaron a sus enemigos. El lugar fue considerado sagrado desde entonces y el rey, en agradecimiento por el favor recibido, protegió las tierras y las dedicó en exclusiva a estos animales.
Hoy en día el pequeño pedazo de bosque sagrado que subsiste se dedica a enterramiento de las pitones y no es visitable por los no iniciados al vudú.
En general la serpiente (no víbora) tiene un papel en la espiritualidad vudú, siendo Dan una deidad con su propio culto, templos y adeptos. Los seguidores de las pitones llevan unas escarificaciones (marcas cicatrizadas) distintivas en la cara, asemejando las marcas que se ven en la cabeza de estos reptiles.Son animales sagrados y símbolos de deidad, pero como todo en el vudú, es cotidiano: las pitones son libres de deambular por calles y casas, no pocas mueren accidentalmente al ser atropelladas en las calles. Y cuando alguien encuentra una en su vivienda la deja tranquila, si está descansando, y la devuelve después sana y salva al templo.
Con el mismo desparpajo, el sacerdote que se encarga de enseñar el recinto y los animales, ofrece el tocarlas o colocarse una en el cuello para fotografiarse, cosa que claro, hacemos todos (siempre y cuando no tengas fobia a las serpientes). Lo cierto es que son inofensivas y esta especie no alcanza un tamaño como para que uno se sienta amenazado.
También es posible entrar en la construcción tipo cabaña que les sirve de vivienda y donde hay un fetiche. Pero el templo en sí no es accesible a los no iniciados, sólo se puede ver desde fuera, y los altares en árboles sagrados están tapados.
Está de sobra decir que despreciar o hacer daño a las pitones es una gran ofensa, así como entrar a o tocar aquello que sólo está permitido a los sacerdotes y fieles del vudú…
Una mezcla de sitio de culto y visita turística que me dejó frío y confuso en mi primer contacto con esta religión animista de Benín. Pero pronto las cosas empezarían a caldearse.
Tambores y músicos callejeros
Tras salir del templo con cara de póker nos encaminamos hacia las zonas de Ouidah vinculadas al tráfico de esclavos, callejeando entre las paredes de adobe y el polvo rojizo del suelo.
La tarde iba ya avanzada tiñendo de dorado la luz polvorienta y haciendo más intenso el color de la arcilla.
Cerca de la plaza Chacha sentimos ya ruido de tambores y fuimos en su busca. Al doblar una esquina encontramos un grupo de músicos en ruta, volviendo o yendo a alguna ceremonia y recogiendo propinas de las personas que pasaban por la calle. No importa si los encuentras de casualidad o el que ellos lleven una dirección aleatoria, están ofreciendo su música y por lo tanto esperan que se les de algo, y la gente lo hace con total normalidad.
El sentido de intercambio está hasta en la más pequeña aldea de Benín, en el día a día y en lo religioso. Dar y recibir es una ley no escrita inexcusable, y por lo tanto también se espera que los turistas la acaten y den propina. No están actuando ni están pidiendo, simplemente las cosas se hacen así.El pequeño grupo siguió su camino en silencio dejando que el sonido de otros tambores más lejanos apareciera. Conforme lo seguíamos el movimiento de personas se hacía mayor hasta llegar a un atestado callejón donde nos topamos con una máscara y un hombre que le iba abriendo paso.
Donde debía estar la cabeza de una persona, había una tela de colores rematada con un gorro de conchas, y la figura se cubría con una especie de poncho circular llenos de dibujos formado por lentejuelas, cuentas de colores y bordados. Habíamos llegado a un baile de máscaras y nuestro guía se adelantó para hablar con algún local que intermediara para poder asistir.
Tras pactar un precio accedimos a la abarrotada plaza, llena de ruido de tambores y gente, con un gran espacio libre en el centro en el que algunas máscaras deambulaban.
El ambiente, la luz y el lugar se juntaban para ofrecer un espectáculo asombroso de máscaras que aparecían y desaparecían, bailaban o salían a la carrera… mientras grupos de muchachos corrían evitando las arrancadas de estas figuras. No sabía lo que veía, no entendía lo que pasaba, pero todo era fascinante.
Fue mi primer encuentro con los egungun.
El baile con los ancestros: los Egungun.
Se trata de una sociedad secreta dentro de la práctica del vudú. Su identidad debe permanecer desconocida en tanto que los portadores de los vistosos trajes no son importantes, no es un baile festivo ni folclórico. Los que visten los trajes son el vehículo, el medio, no el fin.
Los egungun representan espíritus de los ancestros y tienen un papel mediador en conflictos, resolución de problemas, advertencias, consultas, etc. Como difuntos tienen información privilegiada sobre las realidades ajenas al mundo de los vivos, y por lo tanto sus mensajes se consideran mensajes del mundo de los dioses y espíritus.
Los espectaculares trajes varían en color y forma según la importancia y rango del ancestro, buscando siempre deshumanizar la silueta pues se trata de espíritus de difuntos que son convocados para volver a la aldea y responder a la cuestión pendiente.
Las telas se enriquecen con cuentas, lentejuelas, bordados, cintas, conchas, pieles… Todo con un lenguaje propio en el que forma, color, materiales y capas tienen un significado.
Siempre van con guías que portan una larga vara, cuyo papel es evitar a toda costa que haya contacto físico entre el egungun y los humanos, pues tendría consecuencias fatales para ambos: muertos y vivos pueden interactuar pero no mezclarse. Estos guías a veces lo tienen realmente difícil cuando la figura se lanza a correr, motivo por el que se ven intensas carreras de gente huyendo del posible contacto.
La invocación de los egungus se hace a través de los tambores, su presencia es inseparable, aunque durante el “baile” suele haber acompañamiento de cantos y palmas, especialmente de grupos de mujeres.
Resulta curioso que una celebración en la que se invoca el alma de muertos esté tan llena de fuerza y vida. Pero así en el Benín del vudú, y todavía no habían llegado los platos fuertes.
EL FESTIVAL VUDÚ DE BENÍN
Poco faltó para no poder asistir a uno de los motivos principales por los que había hecho este viaje. La pandemia de COVID iba por la sexta ola en Europa y dejaba sentir su fuerza también en Benín: Cotonú, la capital, ya lo había suspendido y en el mismo día de la celebración, le siguió Grand Popó.
Pero Ouidah resistió demostrando porqué se la considera la capital espiritual del vudú en Benín. El festival no es una celebración tradicional, comenzó a hacerse (si mis fuentes son correctas) a partir de 1996, cuando el vudú fue declarada una de las religiones oficiales del país.
Cada 10 de enero se congregan los principales templos, escuelas y agrupaciones tanto de esta nación como de los vecinos Togo y Gana, asistiendo practicantes incluso de Brasil, países caribeños y devotos de Luisiana, en Estados Unidos.
La ceremonia oficial.
El festival da comienzo con una ceremonia oficial con presencia de ministros, políticos y las más altas autoridades del vudú. En la playa junto a la Puerta de No Retorno, el lugar desde donde se embarcaba a los esclavos, se prepara un recinto vallado con asientos, tribunas y tejados provisionales. Precisamente el acto que da apertura es la celebración de un sacrificio por las almas de los millones de esclavos que salieron de estas costas durante siglos.
Aunque es emocionante y curioso ver todo el ajetreo y el color generado en torno, no deja de ser un acto oficial. El fervor, las danzas, el abrumador ambiente que hace de esta fiesta una experiencia impresionante se da en los templos-casas de los grandes maestros, alejados de este desfile formal.
En la casa de un poderoso sacerdote.
Más que una casa, lo que encontramos fue un recinto sagrado en una parcela de extensión considerable. Árboles sagrados, altares, fetiches, templos, la escuela y hasta un pequeño cementerio aparecían dispersos por el terreno.
Aún no había llegado mucha gente y los músicos de una charanga desorganizaba iban matando el tiempo con cierta impaciencia, esperando las primeras autoridades para comenzar a tocar. El trompeta se me acercó, un hombre arrugado, sonriente y de ojos vidriosos como si hubiera bebido.
Empezó a hablarme animado y poco pareció importarle que no le entendiera nada. Me pidió dinero con un gesto resuelto de los dedos y yo gesticulé señalando a nuestro guía, que estaba negociando nuestra asistencia unos metros más adelante. Chasqueó la lengua, se le encendió una chispa en la mirada y me pidió un cigarro. Al menos eso pude darle, y se marchó con frases y risas que sonaban a agradecimiento.
Exploré un poco alrededor esperando a que nos concedieran permiso para asistir y deambular libremente. Me acerqué a una caseta que resultó ser el templo de dos zangbetos, los fetiches cónicos con forma de pajar que albergan los espíritus de la noche ( de los que os hablaré más adelante).
Cerca había dos altares con fetiches en el suelo, y un hombre vestido de blanco con el torso desnudo y un llamativo sombrero que parecía representar al alto sacerdote en su ausencia.
La gente comenzaba a llegar y las agrupaciones iban cogiendo su lugar.
El poder hipnótico de las ceremonias.
No fui muy consciente de cuándo comenzaron a sonar los tambores, ni los primeros cuerpo bailaron. Todo empezaba a ponerse en movimiento, el sonido era cada vez más fuerte, grupos de personas iban de un lado para otro… El ambiente era tan absorbente que no pude explicarme cómo había pasado todo de la relativa tranquilidad a la intensidad que había cogido. Comencé a hacer fotos como el que parpadea para asimilar lo que ve, la realidad era mucho más rápida que los sentidos.
Miré a mi alrededor y conté uno, dos, tres grupos diferentes en sitios cercanos pero sin mezclarse. En las gradas improvisadas dos mujeres batían las palmas con fuerza y se dejaban llevar por el ritmo de la percusión en danzas abruptas, que acababan con la misma rapidez que empezaban.
A unos metros otra agrupación de unos 6 jóvenes vestidos de blanco tocaban con una energía descomunal. Sin aviso uno de ellos, de cuerpo especialmente atlético y atractivo, arrancaba a bailar entre convulsiones del tronco, agitando los brazos y golpeando el suelo con los pies. La energía que desprendía era tal que parecía retumbar la tierra.
Más allá unos danzantes agitaban con fuerza sus faldas de fibra vegetal, bajando al suelo y subiendo con tanta intensidad que de vez en cuando, tenían que tumbarse para descansar. Todo era un prodigio de fuerza, energía, música y baile.
Un caos organizado.
En medio de todo el estruendo aparecieron los primeros egungun con sus propios tambores, y dos charangas de metales que acompañaron la llegada de diferentes autoridades.
Aunque todo tenía una apariencia abrumadoramente caótica, se trataba en realidad de un caos organizado. Cada agrupación tenía asignado su momento y su lugar, empezando primero las menores para acabar, al final de la tarde, las de mayor rango.
Cuanto más tarde aparecía algo, más respeto y autoridad tenía. Pero pasaban tantas cosas a la vez, había tantos focos de atención entre la niebla de polvo que habían levantado los danzantes… Todo era rojizo por el polvo, todo era percusiones por todas partes hasta el punto de parecer que latían directamente en el pecho.
Sobre la hora de comer la intensidad era tan brutal que no podía ni hacer fotos, se me movían las piernas solas al ritmo de los tambores. La sensación era tan abrumadora que no me extrañaba que algunas personas cayeran en trance. Todo eran descargas y fuerza, el aire pesaba con esa extraña atmósfera que acompaña a las tormentas de rayos.
Una experiencia por vivir.
Salí del festival ya al caer la tarde, convencido de que esa energía podría iluminar ciudades enteras. No había visto nada igual en mi vida.
Particularmente no sentí nada espiritual en ninguna de mis experiencias con el vudú, en el sentido religioso. Pero si volví completamente deslumbrado y abrumado por lo que la creencia de esos hombres y mujeres era capaz de crear, esa masa de energía que restallaba desde los cuerpos danzantes y los tambores, conectando los ojos, corazones y sentimientos de todos los asistentes.
Dejando los prejuicios y las expectativas y abriéndose a la experiencia, el Benín del vudú y su festival es una vivencia abrumadora que recomiendo.
Continuará...
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